Thursday, February 19, 2015

Tierra y corazón

Amatlán de Cañas es un lugar muy peculiar. Situado en un terreno llamado semi-grave, se esconde entre cerros áridos que lo encierran formando "el hoyo" donde hasta hace poco no había señal de celular. Por este hoyo-valle atraviesa un río, un río que tarde o temprano se une al Ameca que desemboca en casa (Puerto Vallarta). A este río se suma un riachuelo, un arroyo de agua caliente que proviene de un nacimiento cercano. Cuando los dos rios se juntan, el vapor se expande mas allá de las lineas entre ríos: una parte del río es verdosa, con lama tibia, mientras la otra es fresca y transparente. Como todos los lugares, el paisaje cambia con las duales estaciones mexicanas. La vegetación es verde, intensa, durante la época de lluvias, y se torna amarilla, seca, cuando han pasado meses sin agua. La última vez que había visitado el nacimiento (y la primera) había sido un par de años atrás, cuando la belleza del lugar me capturó por su magia: el contraste de la vegetación, cactus, arboles, vapor de agua flotante. 

Durante este invierno, regresé a visitar a mis abuelos, después de mucho extrañarlos. El último día de mi corta estancia, me encaminé hacia el nacimiento para visitarlo y ofrecer un rezo. 
No recordaba haber visto tantos nopales la primera vez que fui. La entrada al lugar donde el agua "nacía" hacia el exterior estaba rodeada de un bosque de nopales acompañando al cauce fino y quedo, y casa pisada junto al río aumentaba la energía de bienvenida y el sonido solemne del ambiente. 

No había sido hasta muy recientemente que me permití abrir los ojos a mi espiritualidad. Jamás pensé que podía sentir cosas más allá de las caídas en el suelo o los sonidos de la naturaleza, que me encantan de por sí. Pero desde hace unos años, que he pensado en los ancestros que conozco y desconozco, sobre mi identidad mestiza y lo que esconde, me he sentido despertar en sentidos nuevos, que no puedo describir mas que por sueños y otros pensamientos-emociones.



Amatlán es un lugar peculiar. Uno pensaría que es de lo más aislado, siendo una cabecera municipal bastante pequeña, atrapada en uno de esos triángulos de Nayarit que se escabullen en el hombro de Jalisco, cuando uno mira al mapa. Es un lugar donde la energía renace de la tierra, rodeada por abundancia como un oasis en medio del desierto. Caliente y abundante en agua, la siembra es más que posible por esos lares. Amatlán fue fundado en 1620, pero en 1530 fue conquistado por los españoles bajo Nuño Beltrán de Guzman y Fray Juan Padilla. Esto es muy temprano en la época de la colonización, que comenzó en 1521 en el Valle de México. Sin duda fueron los intereses por los recursos minerales el motivo del querer asegurar este territorio.

Ahora que vivo en California, he aprendido de la enorme diáspora Amatlense que se vino a Estados Unidos. Amatlán, como muchos otros pueblos de México, se vacía considerablemente con el movimiento migratorio hacia el norte. Las visitas de familia y remesas se notan aún mas durante las fiestas de Enero, cuando miles regresan a reconectar con amigos, familia, comunidad, y a pasar buen rato. Amatlán también atrae turismo por sus balnearios.

Para mí, Amatlán es a tierra de mis abuelos, donde mi mente se nutre al leer de los estantes solitarios, o donde mi corazón aprende sobre su pasado tan solo sentándome a la sobremesa con café y galletas. Es donde todo el tiempo se detiene y el cuerpo se recupera, la introspección ocupa la mente al caminar por el malecón del río, y el amor desborda entre la comida de la abuela, las tías, los chistes y los juegos de mesa. El calor de Amatlán y su naturaleza casi como las de mi tierra, Puerto Vallarta, y a veces los dos lugares parecen estar tan conectados que en mi mente me siento nacida en los dos. 

Esta tierra es donde mis ancestros se conocieron, se adaptaron y se volvieron Mexicanos libaneses, se casaron entre las diferencias, y se adoptaron entre sí. 

Es la tierra de mi corazón y los corazones que me vieron nacer.



Wednesday, February 18, 2015

Home and memory – Casa y memoria


Por allá entre el trópico de cáncer y el ecuador, solo hay dos estaciones en el radar de nuestra antena: la época seca, la época de lluvias; la época del calor, y la época del frío. En cuanto a una pata salada despreocupada por las amenazas naturales, el más amenazante de los climas es el que se presentaba por diciembre, cuando los quince grados centígrados llegaban “hasta el hueso” por absurdo que se escuche.

Pero ¡que delicia!

Qué delicia indescriptible la del abril, mayo, verano, octubre; cuando el calor sofocante, en el salón de arte, sin ventanas, con cuarenta personas, enseña la mejor lección de perseverancia y aguante que solo la meditación puede igualar.

Qué delicia la desesperación a medianoche, cuando el calor es seco, y las plantas de los pies no pueden mas y necesitan pisar la regadera, por lo menos un segundo, para continuar durmiendo.

Pero no hay delicia más grande, ni sensación mas confortante, que la de dormir a la intemperie, sin preocupaciones, mientras las estrellas te susurran los secretos de la noche.

Eso es lo que podía hacer en mi hogar, en la ventana con la que crecí. Ese ejemplo es el más significativo de la protección (y libertad) del hogar. Esa sensación es la que llevo en mi corazón.



¿Cuando es que se llega a la adultez?

Los y las abuelas dicen que los ciclos de vida son de cincuenta y dos años, pasando por cuatro etapas de crecimiento: niñez, juventud, adultez, y vejez. Masomenos, cada etapa es de trece años. La adultez viene a los 26, y el respeto de anciano a los cincuenta y dos.

Como los cuatro elementos, nuestras vidas están hechas como nuestros cuerpos: son de materia, espíritu, emociones, y pensamiento. Cada una de estas etapas crecemos en cada uno de estos aspectos, mejorando nuestra afinación corporal, emocional, racional y espiritual. Claro, ninguno de estos aspectos está fragmentado, pero algunas situaciones parecen acentuar en dónde se necesita más aprendizaje.

Cuando era pequeña, mi amada tierra caliente me proveía con todos los paisajes que mi curiosidad pudiera desear. El mar, los ríos, los árboles; todo el cielo azul y sus matices entregándose a mis ojos enamorados.

- ¡Papá! ¿Por qué hay tantas nubes en el cielo? ¿Por qué las nubes son blancas? ¿Por qué son las nubes tan diferentes?
- Las nubes están hechas de vapor. Son agua que flota, esperando ser liberada. Cuando las nubes están blancas, flotan y se arreglan de varias formas: unas parecen algodón; esas se llaman cumulus;  otras son largas, y esas son las más altas en el cielo.

Saliendo por horas a jugar en la calle, todos mis días estaban llenos de oportunidades para correr, esconderme, demostrar mi fuerza, mi velocidad, y mi audacia física. Mi cuerpo volaba encendido por la curiosidad y la energía interna que sólo una niña o niño pueden comprender.

- Mañana tenemos que ir al hospital.
- ¿Por qué?
- Te tienen que poner la vacuna. Para que no te enfermes.
- ¿Con aguja?
- Si, con aguja.

- ¿Ya estás lista? Dame tu bracito.
    Eso. ¿Te bañaste?
- Si -contesto yo, orgullosa, con una sonrisa de oreja a oreja.
- Mhmm vamos a ver si es cierto —dice la enfermera, mientras empapa un algodón con alcohol etílico y lo pasa arriba de mi antebrazo, por la fosa del codo—mira nadamás, ¡Cuánta mugre!
- ¿¡Pero qué?! ¡No es mugre, si yo me bañé ayer en la noche!

(Después de eso, nunca me gustaron mucho las enfermeras, que encuentran mentiras hasta en donde no existen.)

La niñez, para mí, fue el comienzo de un sueño llamado vida, con todos sus sabores, colores, dolores, y alegrías. Es cuando todo era tan nuevo, tan fresco, tan interesante, que no podía quedarme quieta ni un momento. Los tenis sin abrochar, las raspaduras de cada semana, el sabor de sal en la boca, los bolis de jamaica de Doña Mary, los viajes en bicicleta hacia tierras desconocidas por la colonia, las mascadas de mi mamá y los pañuelos de mi papá hechos una morada árabe dentro de mi cuarto, las salidas de puntitas para mojarme en la lluvia con los vecinos durante la siesta de mis papás, las historias de terror enfrente de la casa abandonada, el golpe en el baño mientras jugaba con mi hermano a enjabonarnos que me tumbó los dientes de enfrente por primera vez, la sangre roja que brotaba de mi dedo cuando me corté queriendo hacerle un hoyo a un regalo, el dolor de oído por el agua del mar que le escondía a mi padre porque no quería ser regañada, las peliculas en casa de enfrente de la Maestra Cristy por las tardes, los planes con su hijo Cesar de hacer un telefono con cuerda y vaso que cruzara desde mi ventana hasta la suya, las canciones de rock y los juegos de chitón con mis amigos, la caguama de mi papá en el deposito de a la vuelta, las pinteadas de la misa en los Domingos que hacía con mis hermanos, y al final, las peleas de mis papás que iban y venían.
            Según los abuelos, mi adultez no llega hasta los 26 [si, si, en dos años más, pues]. Pero cuando yo tenía nueve —nueve en mi memoria histórica, quizás diez en el calendario Gregoriano—mi adultez llegó. Es una adultez muy interesante, una adultez precoz que me obligaba a ser madre cuando ni la pubertad se había asomado por mi piel. Después de varias peleas, muchos correos románticos en ingles, y un mes en exilio con el vecino, mi madre afiló sus pies y voló hacia el norte, con un “hasta luego” jamás enunciado cuyo silencio pareció un adiós.
            Por eso hasta hoy, creo firmemente en los ciclos de los abuelos, aunque mi vida misma los haya desobedecido. He sido adulta mientras niña, y asimismo soy niña hoy, en la víspera de mi adultez.